quarta-feira, 23 de dezembro de 2020

 

Gólgota.

 

 

 

 

 

 

 

 Roberto Rutigliano (2020)

PRIMERA PARTE. “El barrio”.

Corría el año de 1942, era verano. Las calles eran de tierra y hacia poco tiempo que los adoquines,  geométricamente encajados, traían algo de la modernidad de un Buenos Aires taciturno y febril a un arrabal alegre y polvoriento.

Eran entonces épocas de los programas de radio, de silbidos y de vitrolas de donde salían canciones ligeras. Estas melodías pulsaban sobre un fondo de gorriones, de ladridos y del acostumbrado crujir de las pesadas ruedas de las remanecientes carretas que pasaban lentas y perezosas por las calles.

Avellaneda era toda perfumada de jazmín y de ruda ; había sapos en los charcos y un clima aldeano  en el aire. Todos los vecinos del barrio se conocían y desde todas las puertas se escuchaban los diferentes acentos de las familias de emigrantes. Eran voces en italiano, en español, familias hablando en idish, en fin, el barrio era un crisol del mundo en pequeñas dimensiones que exponía la multiplicidad de etnias y de estilos que brotaban en una ciudad recientemente poblada.

Habitaban en este suburbio sencillo y mágico jóvenes de pantalones cortos que soñaban en ser adultos, muchachas costureras tejiendo incansables y ocultos susurros, laburantes solitarios que llegaban abatidos día tras día a sus casas y abuelos que sentados en la vereda con sus sillas de mimbre asistían el pasar de las lentas horas polvorientas.

El atractivo para los jóvenes era sentarse en el cordón y hacer apuestas sobre diferentes cosas: cuál era la formación de la selección de Argentina de años anteriores, cuantos coches pasarían por la calle en los próximos minutos, en qué dirección el viento llevaría el barrilete a las alturas o quien conseguiría llegar más lejos con un piedra?

Jugar a las barajas era un oficio desconocido y un desafío para los que se asomaban a la adolescencia, aprender las reglas y dominar el juego no era una tarea fácil, exigía pericia y malevolencia para poder saber lo que tenía el contrincante y al mismo tiempo tener una visión amplia de todo lo que ocurría en la mesa.

El tranvía pasaba por una avenida cercana de las casas donde vivían amontonados destinos y ambiciones inciertas.

Nosotros éramos unos catorce chicos que nos reuníamos al final del día. Los mayores enseñaban a jugar chi chón, truco, escoba de 15 y codillo. En la barra estaban Junquillo, el turco Epelboin, José (el hijo del verdulero), Viola, Tito, Salvador Lapadula y Juan Borra entre otros. Juan Borra era el cantor del barrio, tenía apenas 16 años, pero había adquirido desde muy temprano algunos hábitos de adulto: fumaba, bebía y jugaba al billar por plata en los  boliches de Buenos Aires.

Él se acercaba al grupo y decía: “Les canto un tango… me pagan un pucho?” Nosotros le  aceptábamos el pedido porque nos gustaba escucharlo. Se apoyaba en el farol y a capela nos deleitaba con las melodías de “Malena”, “Muñeca brava” y sobre todo “Gólgota” - un tango con letra de Francisco Gorrindo, un poeta de la vecina Quilmes,  una música sufrida y melódica que hablaba sobre la pérdida del amor.

Juan Borra no tenía una voz educada, pero cantaba con el alma y en eso Juancito era bueno.

Una vez le abrieron un espacio a Juancito para cantar en la radio “El Pueblo”, alguien que lo había escuchado lo invitó. El barrio cuando se enteró de la noticia se quedó ansioso para escuchar la voz de Juancito cantando en la radio sus mejores tangos: Paciencia, Gólgota, Uno y Uno y Malena. Este último había sido compuesta por Homero Manzi y Lucas Demare y en poco tiempo fue grabada por la orquesta de Aníbal Troilo, con la voz de Francisco Fiorentino. Era uno de los más bellos tangos de todos los tiempos y gozaba de mucha fama en todos los rincones de la ciudad.

El viernes todo el mundo estaba pegado a la radio esperando Juancito Borra cantar, el éxito fue extraordinario. El barrio entero emocionado salió a las calles a festejar; algunos con lágrimas en los ojos comentando los detalles del programa y de la voz de Juan Borra interpretando aquellas melodías preciosas.

-Viste como hizo aquella pausa antes de entrar en el estribillo de “Paciencia”- decía Brígida, barriendo la vereda, comentando con su cuñado.- Al presentador le gustó-  le  decía Julito al Ñato - digo esto porque lo dejó cantar cuatro.

SEGUNDA PARTE “LA FIESTA”.

Entre todos los vecinos decidieron hacerle una fiesta a Juancito Borra para el otro fin de semana.

Fueron siete días agitados, Brígida hizo unos dulces, la madre de Ruguerito llevó una picada,  Antonio del club Atenas entró con la bebida y la fiesta se realizó.

Era una tarde especial. El club Atenas tenía un clima alegre y festivo. Llegó un guitarrista profesional de nombre polaco (algo así como Solosky); llegó también el tuerto Cepeda que tocaba muy bien la harmónica.

Juancito no ensayaba, era todo espontaneidad, todo  ímpetu! Sin saber él cumplía la conducta que los surrealistas tanto buscaron en el arte.

Eran las tres de la tarde y habían llegado mis parientes de la Boca: la tía Sara, Maria y Antonia. Del barrio eran unas 45 personas esperando en el patio de baldosas rojas la llegada de Juancito Borra.

Llegó tosiendo, tenía una camisa blanca y un traje azul , se había peinado a la gomina, pidió un vaso de vino tinto, miró de frente a todos los que le hicimos una rueda y cantó “Uno y Uno”, un tango malevolente que había grabado Gardel, que decía: “Hace rato que te juno, que sos un gil a la gurda”.

Los aplausos se hicieron vibrar al patio del club Atenas , cuando se callaron todas las voces arrancó Juan Borra con “Paciencia” y por último cantó “Malena”. Fue un instante de completo éxtasis, los ojos de todos tenían destellos de encanto y orgullo por sentirse inmersos en aquel espectáculo que comprendían como propio.

En el  medio de muchos festejos Juancito encendió un cigarrillo, tomó de un solo trago el vino que había quedado en el vaso , miró a los músicos y les dijo vamos a hacer otra y para alegría de Angulino Rutigliano cantó el tango Gólgota.

Aquella frase final de la letra parecía describir lo que era la vida de Juan Borra:

“Quién me prestará valor
para cumplir en este circo diario,
con las piruetas
de tanto clown”.

 

FINAL.

Después de una nueva explosión de aplausos Juancito agradeció, miró de reojo a todos y se fue para apoyar el codo en la barra del bar de donde le ofrecieron otro vaso de tinto.

Tía María puso un paso doble de Feliciano Bruneli en la vitrola y lo llamó a Angulino para bailar, la hermana de Viola lo invitó a Joya para salir a la pista y la tarde se vistió con las gazas de la alegría.

Aquella fiesta quedó grabada en la memoria de todos y la gloria de Juancito Borra trascendió a la condena de una anécdota fugaz desafiando al tiempo y al olvido.

A las siete de la tarde de aquel domingo todas las casas se quedaron en silencio, no hubo suicidios ni ruidosos tranvías atravesando la Avenida Mitre.

Las primeras luces de los faroles se encendían y anunciaban el descanso de un día perene.

 

EPÍLOGO.

Años más tarde Joya supo que Juan Borra estaba mal y lo fue a ver. Estaba acostado  en una cama desarreglada dentro de un cuarto con una ventana que daba a un patio de donde venían voces.

-Que puedo hacer para ayudarte, le pregunto.

-Preciso de unos cigarrillos, respondio Juancito medio mareado.

- Que marca te traigo? Le dijo Joya.

Y Juancito le apuntó para la mesita de luz donde había un mazo vacio de una marca barata.

Joya lo miró con una mezcla de piedad y de cariño y salió del cuarto. Cuando volvió le había comprado un mazo de Philips Morris y otro de More.

Cuando se los dio,  Juancito miró sus cigarrillos baratos sonrió, miró de nuevo la cajita lujosa de los More y soñó por un instantes con tiempos mejores.